lunes, 18 de marzo de 2013



Anaïs Nin
Ayer, mientras volvíamos de un largo paseo a caballo, viendo que las sombras avanzaban rápidamente, y temerosos de llegar tarde, galopamos hacia casa, con el viento en mi cara, las colinas y el campo tomando raras formas y colores hacia el anochecer; y las palmas meciéndose contra un cielo en el que ardía el último fantasma rojo del crepúsculo. Me imaginé en un caballo árabe galopando a través del desierto, y todas las leyendas halladas en The Arabian Nights abarcaron mi mente con su maravilloso encanto. Estaba conmovida más allá de las palabras humanas, absolutamente hechizada dentro de un cuento de hadas de mi propia imaginación. Y el encanto duró hasta que mi primo habló, y los caballos reanudaron su galope y su apariencia común, así como el mundo su serenidad y su trivialidad. Pero el resplandor rojo en el cielo y las palmas dieron a mi sueño una apariencia de realidad a la que me he aferrado desde entonces.

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